22 ene 2013

TIPOS Y SUSURROS


La primera vez que bailé con un chico yo tenía 14 años. No recuerdo su nombre, pero los dos minutos que duró nuestra relación se me han quedado grabados en las neuronas. Y es que, cuando me hablaba, lo hacía a un volumen altísimo porque la música estaba a tope.

Como mi oído se encontraba a escasos milímetros de su boca, literalmente me estaba gritando a la oreja mientras intentaba manosearme el pecho izquierdo. Le di plantón en ese mismo instante. No por lo del pecho, que no me pareció del todo mal, sino por sus gritos.

De aquella experiencia deduje que los hombres no saben susurrar.

Al entrar en la veintena me eché un ligue madurito. Un ingeniero con quien subió varios ceros la factura de mi teléfono: él vivía en Barcelona y yo en Madrid. Hablábamos de todo, incluso de amor y deseo. Pero el déjà vu se repetía: el volumen de su voz me hacía imaginarlo en la estación MIR intentando comunicarse desde un walkie talkie con las pilas gastadas. Y eso me cortaba el rollo.

Un día reuní valor y le pregunté: “Oye, Carlos, tú que eres ingeniero: ¿no se te ha ocurrido pensar que, aunque nos separan 506 kilómetros, yo te oigo perfectamente? Pilló la indirecta. Redujo sus decibelios.

Al instante, un cosquilleo empezó a subirme por la espalda y extenderse por la cintura hacia abajo, como si llevara un plumoso y caliente mono de neopreno con microvibradores integrados. Pero mi placer duró literalmente 47 segundos porque la temperatura no era lo único que se estaba elevando a ambos lados del cable. No había remedio: los hombres no sabían susurrar, al menos durante más de un minuto.

Tras varias experiencias muy muy parecidas ya no me cabía duda de que era necesario enviar a los tíos a una Academia de Susurros.

Hasta que…

Hasta que un día, varios años después, en la redacción, al otro lado del auricular alguien preguntaba por mí como si intentara desvelarme un secreto misterioso. Y empezó una de las conversaciones más suaves y excitantes de mi vida.

Ese hombre se convirtió en una especie de novio y, aunque los dos vivíamos en Madrid, entablábamos largas conversaciones telefónicas, esta vez con tarifa plana. Nació entre los dos una nueva tendencia erótica:  la erotofonofilia. A mí me ponía su voz, y a él la mía. Y pasaban muchas cosas agradables durante nuestras conversaciones. 

Curioso, porque la misma química no funcionaba en persona: en directo, ese tío me parecía un capullo.

Y duró lo que duró: hasta que me crucé con un tipo que, en efecto, no sabía susurrar pero con el que me lo pasaba en grande.  Un hombre que me hacía vibrar con y sin teléfono. Y que me ponía con sólo mirarme.

Sí,  los hombres no saben susurrar, en efecto, pero en algunos casos, ¿a quién le importa?

Nota:
Hombres, a pesar de esto último que he dicho, habladnos bajito, por el amor de Dios. Nos gusta, es sexy y resulta elegante. Hacedlo también (y especialmente, por favor) cuando nos habléis al oído cuando el ruido es ensordecedor. Por favor. Por favor…


Un susurrito bien dado hace milagros...
(Ilustración de Ernest Chiriaka).

¿Y tú, te has topado ya con ese perfecto susurrador que es maravilloso por teléfono... y en persona? 


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